Ser o no ser ¿Internet es la cuestión? >
"Ser o no ser ¿Internet es la cuestión?"
Julián Lapuerta

El 14 de septiembre de 2016 se estrenó en los Estados Unidos, por la pantalla de Comedy Central, la 20° temporada de South Park, la serie creada por los comediantes Trey Parker y Matt Stone. En los 10 episodios que dura, los escritores lograron plasmar, con su característico humor irreverente y grosero, el clima de aquel entonces signado por una creciente tensión y violencia reaccionaria machista frente a los reclamos de un consolidado movimiento feminista. 

Una de las tramas de la temporada gira en torno al accionar de un personaje que decide convertirse en un troll de las redes sociales y acosar, por diferentes plataformas, con insultos e imágenes de mal gusto, a las niñas de la escuela del pueblo que abogan por sus derechos. El punto de no retorno, que se desarrolla en el segundo capítulo, ocurre cuando, ante una situación que parece no acabar, una de las niñas decide quitarse la vida de forma metafórica.

¿Cómo de forma metafórica? Porque lo que realmente hace, es arrojar su teléfono celular por un puente, perdiendo así toda capacidad de conexión virtual con otras personas. Como no puede volcar su vida en las redes, porque ya no cuenta con el dispositivo, el resto de personajes pierde registro de ella. Así, a lo largo de la temporada, se la puede ver circular por los diferentes lugares del pueblo sin que el resto de personajes pueda verla, como si fuese un fantasma. Sin embargo, ella encuentra asilo en reconfortantes interacciones con el mundo “real” llegando, incluso, a un punto de plenitud mental. 

El chiste consiste en explotar una metonimia, que identifica Martín Kohan, doctor en Letras, en su libro “¿Hola?, un réquiem para el teléfono”, en la que nos hace trocar la presencia de un teléfono celular, por la de una persona. Los personajes solo pueden tener registro de la existencia de la niña, siempre y cuando tengan constancia de su existencia a través de las redes sociales.

Esta metonimia es corriente, porque, como indica el Dr. Pablo Boczkowski en su libro “Abundancia: La experiencia de vivir en un mundo pleno de información”, la presencia de las pantallas personales y las redes sociales atravesó la vida de las personas, invitándolas a interactuar con ellas, a publicar sobre sí mismas y consumir contenidos de otros cotidianamente. Cambiaron la forma en que concebimos nuestra sociabilidad y el sentido de ser sociales.  

Para ofrecer algunos números, la consultora We Are Social realiza un informe anual sobre tendencias digitales en distintos países, que en el caso de Argentina en 2022   reveló que existen 61,1 millones de conexiones a través de celulares.  

Algo que suma a la discusión, es la noción de apego, es decir, la sensación de pérdida de la capacidad de acción, en cuanto al control del uso de sus dispositivos que sintieron las personas entrevistadas para su investigación. Boczkowski, indica que esa sensación no se construye solo en relación con el teléfono, sino con lo que podemos hacer con él, con la infinidad de información conformada por la inusitada cantidad de contenidos que hay en internet, en las redes sociales, muchos de ellos creados por los propios usuarios, que están cambiando las formas de socialización. 

Este escenario ha despertado la preocupación entre algunos teóricos que invitan a pensar si la relación que mantienen las personas con sus dispositivos las está afectando negativamente. 

Establecer un límite 

Kohan plantea en su libro que en tiempos recientes pareciera haber, cada vez más, una dificultad en la separación de ambientes que otrora estaban claramente delineados. Términos como el “Home Banking” o “Home Office”, él los toma como demostraciones de la conquista de las obligaciones del espacio de descanso. 

En una línea similar, esa preocupación está latente en el artículo “Desintoxicación digital y teletrabajo ¿Es posible?”, del sitio web People Acciona, donde se plantea que el teletrabajo funciona como excusa de algunas personas para socavar una latente adicción a estar conectados constantemente. En este artículo surgen términos como “hiperconexión”, “nomophobia” o “detox digital”. 

Según el paper “The Emerging Phenomenon of Nomophobia in Young Adults: A Systematic Review Study”, el término Nomophobia (No MObile Phone PhoBIA), acuñado en 2008,  refiere al miedo que experimentan los individuos a no poder contar con sus teléfonos celulares. La conclusión de este estudio es que el uso de los smartphones es una amenaza para la salud social, mental y física. A este tipo de planteos se les suman los que se preocupan por la saturación de información a la que tenemos acceso. 

Boczkowski discute con estos discursos, ya que encuentra que todos parten desde un punto de vista empírico, un énfasis en la toma de decisiones laborales, la idea de que hay una cantidad óptima de información consumible y enfoques con perspectivas negativas con el eje puesto en países del norte global. Además, argumenta que este tipo de investigaciones suele llegar a conclusiones similares a las de la Teoría de la Aguja Hipodérmica, donde se despoja de toda capacidad de acción y raciocinio a las personas, que se ven fácilmente controladas por los medios de comunicación. Paradigma que ya no está vigente en estudios sobre comunicación. 

En un país como Argentina, con sus problemas económicos, se puede llegar a diferentes conclusiones, desde un punto de vista cualitativo, sobre por qué las personas están dispuestas a invertir, muchas veces con un impacto importante en sus economías personales, en estos dispositivos. Fundamentalmente, para acceder a esa información abundante y a las redes sociales, que han abierto puertas hacia nuevas lógicas de socialización, en diferentes ámbitos: laborales, amistosos, familiares, entre otros, en los que se desarrolla la vida misma. Es así como establece una serie de comparaciones entre las plataformas y espacios de socialización que cumplían esa función previamente en la vida urbanística argentina, presentando a WhatsApp como un café, Instagram como una pasarela, Twitter como un kiosco de diarios, Facebook como una avenida y Snapchat como un carnaval. La vida en sociedad se desenvuelve dentro de ellas, por eso es difícil establecer un límite concreto sobre cuando es demasiado.

Además, su estudio arroja que muchos entrevistados reconocen una pérdida de acción con relación al uso de sus teléfonos, identificándose inclusive como una “adicción”. Son conscientes de las connotaciones negativas que tiene el sumergirse en sus pantallas. Paradójicamente, esa noción los lleva a autoimponerse ciertas prácticas y rutinas para un menor uso de los dispositivos, lo que en última instancia ratifica su capacidad de acción. 

De todas formas, Boczkowski aclara que su intención no fue establecer si un determinado entrevistado tenía, o no, una adicción a estar conectado. Lo que cuestiona es el establecimiento de límites normativos sobre cuánta conexión y consumo de información es demasiado, construidos desde una inducción hecha a partir de datos extraídos de países del norte global.

A su vez, es interesante cuestionar desde donde surgen estos discursos sobre un “detox digital” necesario. En una entrevista para Télam, Mora Matassi, candidata doctoral y máster en Medios, Tecnología, y Sociedad, desarrolla cómo “el tema de la desconexión aparece como de corte moral y ético, en el sentido de que las personas se lo plantean como algo que debería mejorar sus vidas. Está la idea de que eso sería deseable". También cuenta sobre el surgimiento de propuestas hoteleras y spas de lujo en Estados Unidos que, aprovechando estas concepciones, ofrecen una desconexión total de teléfonos. Ella lo define como el tratamiento de la desconexión como Commodity. 

¿Quién decide las conexiones? 

Según la Encuesta Nacional de Consumos Culturales 2013/2023, el 92% de la población utiliza WhatsApp, haciendo de la presencia de esta red social sea prácticamente universal. Para Matassi, es la única que no está asociada al estar conectado constantemente, por su hibridez de ser una red social y a la vez un servicio de mensajería. 

Considerando la penetración de esta plataforma, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, durante la pandemia, la utilizó, de la mano del chat Boti, para otorgar turnos para la aplicación de las vacunas de COVID-19 y hoy en día cumple otras funciones sanitarias.Esto sirve de ejemplo para mostrar cómo la propia ciudadanía está actualmente atravesada por el uso de estas plataformas y el hecho de estar conectados. 

Ahora, es interesante que las comparaciones que establece Boczkowski entre las redes y espacios físicos sean, en su mayoría, con lugares privados y no con una plaza pública. Porque permite pensar en algo que, si bien es de conocimiento público, suele pasarse por alto: las redes sociales son plataformas privadas, con objetivos comerciales, con sus propios intereses y dueños. En esa línea, un hecho reciente permite cuestionar desde un lugar distinto al de los discursos de la “hiperconexión” que estas plataformas se hayan convertido en nuestros espacios de socialización, expresión e inclusive de ejercer la ciudadanía.

El 14 de abril de 2022, Elon Musk compró Twitter y desde su adquisición fue anunciando diferentes modificaciones a la plataforma. Dentro de las más recientes, el 1° de julio de 2023 estableció un límite al acceso de tweets diarios, 6000 posts diarios a los usuarios verificados, 600 a los no verificados antiguos, 300 a no verificados recientes, damnificando la libertad de expresión de los usuarios. De forma “cómica” hizo uso de los discursos sobre las adicciones a las redes para justificar estas modificaciones, expresando “preocupación” por la salud de aquellos que consumían demasiados tweets y que desconectarse les haría bien. Veintidós días después, la CEO de Twitter, Linda Yaccarino, anunció una reinvención total de la plataforma que implica un cambio de nombre y logo. Además, especulan con convertirla en una red “multiuso” e “impulsada por la Inteligencia Artificial”. Está por verse a qué se refieren, pero en principio es posible afirmar que ya no habrá kiosco de diarios virtual, al menos no como antes. A la fuerza, un espacio de socialización ha sido modificado y el usuario no tiene derecho a réplica. 

A pesar de que marketineramente las plataformas se presentan como espacios abiertos a la libre expresión de todos, son privadas. Son pasibles de ser modificadas a antojo de sus dueños, limitando lo que se puede hacer en ellas. Inclusive a pesar de que suponga una mala decisión comercial y el accionar de Musk es el ejemplo más evidente, el resultado más inmediato de sus decisiones le supuso, según sus propios dichos, una pérdida del 50% de los ingresos publicitarios y, contrariamente a cualquier libro de texto de marketing, cambió el nombre a una plataforma que contaba hasta con su propio verbo: tuitear. 

Entonces, ¿qué le impide a Musk que el día de mañana decida cobrar por caracteres? Nada. Ni siquiera los Estados son capaces de regular a las plataformas, puesto que son globales. 

Frente a esta realidad, surgen algunos interrogantes como ¿qué imposibilita que Zuckerberg decida que el acceso a WhatsApp gratuito ya no es rentable? ¿Qué pasaría entonces con servicios públicos que utilizan WhatsApp? ¿Y con los usuarios? ¿Cuál  sería el impacto  en las formas de socialización? ¿Cómo reaccionaremos? ¿Podremos migrar a nuevas plataformas? 

Sería interesante un abordaje desde estas perspectivas. Algo tan importante, no debiera cambiar sin que a quienes les ha cambiado la vida tengan la posibilidad de accionar contra ello.